De los loqueros y sus protagonistas
“This world´s anguish is no different from the love we insist on holding back.” Bill Viola
Mucho se habla hoy en día de los trastornos mentales, de su clasificación en los manuales internacionales (CIE y DSM), de los tratamientos farmacológicos y de la internación en hospitales psiquiátricos en casos agudos.
Sin embargo, poco nos cuestionamos sobre los efectos de la medicalización de la vida humana y sobre la naturalización de los discursos sobre la “normalidad” y la “locura”, que por supuesto no son universales ni atemporales sino que están inscritos en un contexto histórico y cultural particular.
L@s invitamos a leer las reflexiones de Mariana, una de nuestras seguidoras, quien se pregunta si la normalidad tal vez es una alucinación más en la búsqueda de sentido:
¿Alguna vez has querido cavar un hoyo en el asfalto para abandonar-te? ¿Alguna vez sentiste ganas de huir de un algo que estaba irrevocablemente inscrito en lo que tú ya eras para ese momento? ¿Has querido escapar?
Todos hemos oído alguna vez historias sobre los manicomios. Sabemos, en teoría, que los hospitales psiquiátricos son establecimientos de salud creados para el diagnóstico y tratamiento de enfermedades mentales. Allí se alojan personas cuya “situación” pone en riesgo el orden natural de la vida y deben ser atendidos por funcionarios de salud en los momentos más álgidos de las crisis.
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Más allá de la teoría sabemos muy poco. Todos alcanzamos a percibir el pavor que ha sido tejido alrededor de los loqueros y sus protagonistas. Sin embargo, no solemos cruzar el umbral. Nunca hemos llevado la camisa de fuerza.
Antes del siglo XVIII, la locura no era motivo de encierro y era considerada una forma de ensoñación. Incluso a comienzos de la época clásica era vista como algo que constituía las quimeras del mundo. Sin embargo, no tenía que ser aislada a no ser que se tornara peligrosa. El lugar terapéutico para que la locura desplegara su verdad era la naturaleza, ya que se creía que ésta tenía el poder de evidenciar el error.
A su vez, las prescripciones médicas eran situaciones tales como viajar, reposar, el retiro y la ruptura con el mundo artificial de la ciudad. Otro lugar terapéutico era el teatro, usado como realidad invertida. Se le interpretaba al “loco” la comedia de su propio delirio para evidenciar el error en su visión del mundo. El hospital solía ser un lugar de confrontación.
Luego, a principios del siglo XIX, el manicomio se convierte en un lugar de diagnóstico y clasificación. Se defiende la idea de que la locura es un mal que debe ser arrebatado a través de una fuerza de igual poder. Así es como se convierte entonces en un campo de batalla en donde se debaten la victoria y la sumisión.
La persona que cruza el umbral hacia el “manicomio” en pleno siglo XXI se convierte en un maquillado ciudadano sin derechos.
El médico posee la última palabra sobre la verdad de otro ser solo por el cargo que ejerce y se usan procedimientos como el aislamiento, los interrogatorios públicos y los tratamientos de castigo. Estos procedimientos se justifican por la necesidad de proteger el orden social y la urgencia implícita del “enfermo” por recuperar sus hábitos intelectuales y morales.
Lo cierto es que no han cambiado muchas cosas desde la instalación de ese último modelo de intervención psiquiátrica. La persona que cruza el umbral hacia el manicomio en pleno siglo XXI, se convierte en un maquillado ciudadano sin derechos, abandonado a la arbitrariedad del médico, sin voz ni voto sobre su condición porque sufre de ignorancia o de algo más comúnmente llamado “alucinación”.
La locura es hoy en día una condición que debe ser aislada de nuestra realidad, encerrada detrás de muros de asfalto y términos médicos muy elaborados que sólo insinúan que no podríamos tolerar ver lo que hay detrás de ellos.
Quisiera enfatizar en el impacto que genera en la individualidad de un sujeto ser etiquetado de “loc@” en nuestros días. Irónicamente, en un proceso casi esquizoide, lo separamos del entorno, fracturamos su unidad con el mundo y es exiliado a un lejano lugar de no retorno; un lugar del cual el estigma no lo deja regresar.
Y es que finalmente no es la mirada despectiva ajena la que lo encierra y lo aísla. Somos seres sociales por naturaleza y necesitamos reflejarnos en otr@s para reconocernos. Cuando esto se bloquea, el desprecio termina gestándose en lo más profundo de nuestras entrañas.
Imagínate cuantas personas pasan diariamente frente a las clínicas psiquiátricas. A la mitad de ellas le es indiferente lo que sucede detrás los muros y la otra mitad la observa y en su interior se jacta: “Yo no estoy encerrado allá. ¡Que bueno que no estoy loc@!”
Pero no nos damos cuenta que en esencia, la realidad es una noción completamente subjetiva y que, quizá es precisamente la empatía que nos generan esos “desadaptad@s” la que origina el desprecio.
Nos defendemos. Nos da miedo aceptar que a veces nada parece tener sentido y alucinamos la “normalidad”. Tendemos a generar un vínculo, a vernos reflejados en alguna porción de estos hombres infames.
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